Entradilla
Camina el caminante del alma, sin saber dónde le llevara
el camino, entre los colores del otoño que ya están aquí tenues y nostálgicos
reposando las pasiones con el sabor de sus frutos que fermentan lentamente su
sangre desnudando de arrogancia la exuberancia de los sueños llevando los pies a
la tierra.
Se olvidaran mis versos porque volverán los de ellos a
sanar con su melancolía las heridas del
futuro. Palabras antiguas para los aquelarres modernos donde morimos sin saber
porque vivimos.
Y los caminantes del alma, en silencio, caminan sin
destino…
Mguel Ángel S. L.
*****
Relatos
Matrimonio a la moda
Katherine Mansfield
Camino de la
estación, William se dio cuenta de que había olvidado comprar algo para los críos.
El olvido le causó gran malestar. ¡Pobres niños! ¡Qué pena! Las primeras
palabras que decían siempre cuando corrían a saludarle eran: «¿Qué nos traes,
papá?», y él no llevaba nada. Tendría que comprarles unos dulces en la
estación. Pero eso era lo que había hecho los cuatro sábados anteriores, y la
última vez sus caras habían sido lo suficientemente expresivas al ver aparecer
las mismas cajas de costumbre.
Paddy había dicho:
-A mí ya me diste
una con cinta roja.
Y el comentario de
Johnny fue:
-Y a mí siempre me
toca rosa. Odio el color rosa.
Pero, ¿qué podía
hacer William? El asunto no era fácil. Antes hubiera cogido un taxi hasta una
buena juguetería y en cinco minutos habría encontrado algo adecuado para ellos.
Pero ahora tenían juguetes rusos, franceses, serbios… juguetes de Dios sabe qué
parte del mundo. Hacía más de un año que Isabel había desechado los burritos,
las locomotoras y un montón de cosas más porque eran «demasiado sentimentales»
y «muy perjudiciales para la formación de los pequeños».
-Es importantísimo
-había explicado la nueva Isabel- que tengan gustos adecuados desde el
principio. Ahorra mucho tiempo más adelante. La verdad, si las pobres criaturas
se pasan la infancia contemplando semejantes monstruosidades, es muy normal que
al crecer insistan en que los lleven a la Real Academia de Pintura.
Y continuaba
hablando como si una visita a la Real Academia de Pintura fuese algo semejante
a una condena a muerte…
-Bueno, no estoy
muy seguro -dijo William lentamente-. Cuando yo tenía su edad me iba a la cama
abrazado a una toalla con un nudo en la punta.
La nueva Isabel le
miró con los ojos entornados y los labios entreabiertos.
-¡Querido William!
Estoy completamente segura de que lo hacías -y rió con su nuevo estilo.
Sin embargo,
tendría que volver a llevarles dulces, pensó melancólicamente William mientras
buscaba dinero suelto para pagar el taxi. Y se imaginó a los niños ofreciendo
dulces -su generosidad no conocía límites-, y a los remilgados amigos de Isabel
no dudando un momento en cogerlos…
¿Por qué no
llevarles fruta? William se detuvo ante uno de los puestos, dentro ya de la
estación. ¿Qué tal un melón para cada uno? ¿Tendrían que repartirlos también? O
una piña para Pad y un melón para Johnny. No era probable que los amigos de
Isabel se colaran furtivamente en la habitación de los niños a la hora de
comer. Aun así, mientras compraba la fruta William tuvo una visión horrible:
imaginó a uno de los amigos de Isabel, un joven poeta, sorbiendo una raja de
melón detrás de la puerta del cuarto de los pequeños.
Con los incómodos
paquetes se dirigió hacia su tren. El andén estaba repleto y el tren ya había
llegado. Las puertas no dejaban de golpear violentamente en su constante abrir
y cerrar. La locomotora lanzó un silbido tan potente que todo el mundo pareció
aturdido en su ir y venir. William se dirigió sin dudar a un vagón de primera
clase para fumadores, dejó su maleta y los paquetes y, tras sacar un manojo de
papeles del bolsillo interior de la chaqueta, se sentó en un rincón y se puso a
leer.
«Nuestro cliente,
además, está convencido… Juzgamos oportuno volver a considerar… en el caso de
que…» Sí, así estaba mejor. William se alisó el pelo y estiró las piernas. La
sensación de angustia que le oprimía el pecho se mitigó. «Respecto a nuestra
decisión…» Sacó un lápiz azul y señaló cuidadosamente un párrafo.
Entraron en el
compartimiento dos hombres, pasaron por delante de él y se acomodaron en el
rincón opuesto. Un joven colocó en el portaequipajes sus palos de golf y se
sentó enfrente. El tren dio un suave tirón y se puso en marcha. William levantó
la vista y vio deslizarse ante sus ojos la calurosa estación. Una muchacha,
sofocada por el esfuerzo, corría por el andén con grandes aspavientos y voces.
«Histérica», pensó William tristemente. Al final del andén apareció un obrero
con la cara grasienta y ennegrecida que sonrió al paso del tren. «¡Qué asco de
vida!», se dijo, y volvió a enfrascarse en sus papeles.
Cuando levantó la
vista de nuevo estaba en pleno campo. Los animales se cobijaban a la sombra de
los frondosos árboles. Un ancho río en cuya orilla chapoteaban unos niños
desnudos apareció fugazmente ante sus ojos. El cielo tenía un resplandor
pálido, y un pájaro se cernía en lo alto como una mota oscura en una piedra
preciosa.
«Hemos examinado los
archivos de correspondencia de nuestro cliente…» Repitió mentalmente estas
palabras, como un eco. «Hemos examinado…» William se aferró a la frase, pero
era inútil; se le quebraba por la mitad, y los campos, el cielo, el pájaro, el
agua, todo le decía: «Isabel». Lo mismo le sucedía todos los sábados por la
tarde. En su camino de regreso junto a Isabel imaginaba innumerables encuentros
con ella. Estaba en el andén, algo apartada del resto de la gente; sentada en
el taxi a la puerta de la estación; junto a la verja del jardín; en la puerta,
o en el vestíbulo.
Y con su voz nítida
y cristalina decía: «William», «Hola, William» o «Así que has llegado,
William». Y él tocaba su fría mano, su fría mejilla.
¡El dulce frescor
de Isabel! De pequeño, le encantaba salir al jardín después de un chaparrón,
colocarse debajo del rosal y sacudirlo. Isabel era aquel rosal, con sus
delicados pétalos, su rocío y su frescura. Y él seguía siendo el niño de
entonces. Pero ahora ya no salía corriendo al jardín, ya no reía ni sacudía el
rosal. La sensación de angustia que le oprimía el pecho se reanudó. Recogió las
piernas, dejó a un lado los papeles y cerró los ojos.
«¿Qué pasa, Isabel?
¿Qué pasa?», le preguntó con dulzura. Estaban en el dormitorio de la nueva
casa. Isabel estaba sentada en un taburete frente al tocador cubierto de
cajitas verdes y negras.
«¿A qué te
refieres?» Se inclinó hacia adelante, y su sedoso cabello rubio le cayó sobre
las mejillas.
«¡Ah, tú bien lo
sabes!», contestó él. Estaba de pie en el centro de aquella extraña habitación
en la que se sentía como un extraño.
Entonces Isabel se
volvió bruscamente en su taburete y se le quedó mirando.
«¡Oh, William!»,
gritó con tono suplicante, blandiendo el cepillo del pelo. «Por favor, no seas
tan anticuado y… tan trágico. No paras de decir, hacerme ver o insinuar que he
cambiado. Tan sólo porque he conocido a algunas personas con las que congenio,
porque salgo un poco más y porque me tomo verdadero interés por las cosas, te
comportas como si…» Isabel se echó el pelo hacia atrás y rió, «como si hubiese
dado una puñalada a nuestro amor o algo parecido. ¡Resulta todo tan absurdo»,
se mordió el labio, «y tan exasperante, William! Hasta te fastidia que tenga
esta casa nueva y servidumbre».
«¡Isabel!»
«Sí, sí, en cierto
modo es verdad», replicó inmediatamente Isabel. «Piensas que son otro signo
negativo. Sé que lo piensas. Me lo dice el corazón cada vez que subes por esas
escaleras», añadió bajando el tono de voz. «Pero no podíamos seguir viviendo en
aquel miserable agujero. Sé práctico al menos, William. Acuérdate, ni siquiera
había sitio para los niños.»
Era cierto. Todos
los días, al volver de su bufete, se encontraba a los niños con Isabel en la
salita de atrás. Galopaban sobre la piel de leopardo extendida en el respaldo del
sofá o jugaban a las tiendas utilizando el escritorio de Isabel como mostrador.
A veces Pad se sentaba en la estera que había delante de la chimenea y se ponía
a remar como loco con la badila, mientras Johnny disparaba contra los piratas
con las tenazas. Y al anochecer había que subirles a cuestas por aquellas
escaleras tan estrechas hasta los brazos de su vieja y gorda niñera.
Sí, debía admitir
que era una casa miserable. Una casita blanca con cortinas azules y una
jardinera con petunias en la ventana. William recibía a sus amigos en la puerta
con un: «¿Habéis visto nuestras petunias? Son espléndidas para Londres, ¿no os
parece?
Pero lo más
estúpido, lo más inconcebible era que no se hubiese dado cuenta ni por asomo de
que Isabel no era tan feliz como él. ¡Qué ceguera, Dios mío! En aquella época
ignoraba por completo que ella odiaba la incómoda casita, que creía que la
niñera gorda estaba echando a perder a los niños, que se sentía muy sola,
anhelando conocer gente nueva, oír música nueva, ver películas… todo. Si no
hubieran ido a la fiesta que dio Moira Morrison en su estudio… Si Moira
Morrison no hubiera dicho cuando ya se marchaban: «Voy a liberar a tu esposa,
egoísta. Es como una delicada Titania.» …Si Isabel no hubiera ido con Moira a
París… Si…
El tren paró en
otra estación. Bettingford. ¡Cielos! Llegaría en diez minutos. Se guardó los
papeles. El joven sentado frente a él se había apeado hacía tiempo. Ahora se
bajaron los otros dos pasajeros. El último sol de la tarde caía sobre los
vestidos de las mujeres y sobre los niños que andaban descalzos, y arrancaba
destellos a la delicada flor amarilla de una planta cuyas ásperas hojas se
extendían por una roca. El aire que se colaba por la ventanilla olía a mar.
«¿Tendrá Isabel también este fin de semana la misma gente a su alrededor?», se
preguntó William.
Y evocó las
vacaciones que solían pasar antes, los cuatro juntos, con Rose, una joven
campesina que cuidaba de los pequeños. Isabel llevaba jersey y el pelo recogido
en una trenza; parecía una niña de catorce años. ¡Dios mío! ¡Cómo se le pelaba
la nariz a William! Y cuánto comían, y cuánto dormían, entrelazados sus pies en
la inmensa cama de colchón de plumas… William no pudo reprimir una amarga
sonrisa al pensar en la consternación de Isabel si supiera hasta dónde llegaba
su sentimentalismo.
-Hola, William.
Después de todo
estaba en la estación, algo distanciada de los demás, tal como se la había
imaginado, y -el corazón le dio un vuelco de alivio- sola.
-Hola, Isabel
-respondió William mientras la miraba embelesado. Tan bella le parecía que
consideró necesario añadir algo-: Te veo tan fresca a pesar del calor.
-¿Sí? Pues no me
siento nada fresca. Date prisa, tu horrible tren ha llegado con retraso. El
taxi nos espera fuera. -Colocó la mano con gran suavidad sobre el brazo de
William cuando pasaron ante el encargado de recoger los billetes-. Hemos venido
todos a recibirte, pero hemos dejado a Bobby Kane en la bombonería y tenemos
que recogerle.
-¡Oh! -fue todo
cuanto pudo responder William por el momento.
El taxi esperaba a
pleno sol. Bill Hunt y Dennis Green, arrellanados en uno de los lados del
asiento, tenían el rostro medio cubierto por el sombrero. Al otro lado. Moira
Morrison saltaba sin parar. Llevaba un sombrero que parecía una fresa
descomunal.
-¡No hay hielo! ¡No
hay hielo! ¡No hay hielo! -gritó alegremente.
-Sólo lo
conseguiremos en la pescadería -intervino Dennis bajo el ala de su sombrero.
A lo que Bill Hunt,
saliendo de su sopor, contestó:
-Con peces dentro.
-¡Qué fastidio! -se
lamentó Isabel, y explicó a William cómo habían estado buscando hielo por toda
la ciudad mientras ella le esperaba-. Todo se está derritiendo como una vela,
empezando por la mantequilla.
-Tendremos que
usarla para ungirnos con ella -comentó Dennis-. Que a tu cabeza, oh William, no
le falten bálsamos.
-Oye, ¿cómo nos
vamos a sentar? -dijo William-. Será mejor que yo vaya delante con el
conductor.
-No -replicó
Isabel-, con el conductor irá Bobby Kane. Tú siéntate entre Moira y yo. -El
taxi se puso en marcha-. ¿Qué llevas en esos misteriosos paquetes?
-Cabezas
decapitadas -intervino Bill Hunt, temblando con todo el cuerpo.
-¡Es fruta! -Isabel
parecía loca de contento-. ¡Qué buena idea, William! Un melón y una piña. ¡Es
maravilloso!
-No, espera un poco
-dijo William con una sonrisa, aunque en realidad estaba muy inquieto-. Eso es
para los pequeños.
-¡Oh, cariño!
-Isabel rió y le pasó la mano bajo el brazo-. Tendrán retortijones si se comen
esa fruta. ¡No! -le dio unas palmaditas en la mano-. La próxima vez les traes
algo a ellos. Esa piña es para mí.
-¡Qué cruel eres,
Isabel! Déjame olería, anda -dijo Moira, y extendió los brazos por delante de
William en actitud de súplica-. ¡Oh! -El sombrero se le venció hacia adelante.
Parecía a punto de desmayarse.
-«Dama enamorada de
una piña» -comentó Dennis en el momento en que el taxi se detenía frente a una
pequeña tienda con un toldo a rayas.
En la puerta
apareció Bobby Kane con un montón de paquetitos.
-Espero que sean
buenos. Los he elegido por el color. Son unas cosas redondas que tienen una
pinta divina. Y fíjense en este guirlache -gritó al borde del éxtasis-.
¡Fíjense bien! Es como un ballet en miniatura-. En aquel momento hizo su
aparición el tendero-. Ah, se me olvidó decirles que no he pagado nada de esto
-añadió con expresión de temor. Isabel dio un billete al tendero y Bobby
recobró la alegría-. ¿Qué tal, William? Yo me siento delante. -Iba sin
sombrero, vestido completamente de blanco, con las mangas de la camisa
remangadas. Saltó al lado del conductor y gritó-: ¡Avanti!
Después del té los
demás fueron a darse un baño. William se quedó en casa para hacer las paces con
los críos. Pero Paddy y Johnny estaban durmiendo, el rojo resplandor del
atardecer había palidecido y los murciélagos ya habían empezado a revolotear, y
los bañistas aún no habían vuelto. William bajó a la planta inferior y se cruzó
con una doncella que llevaba una lámpara. La siguió hasta el salón, muy amplio
y pintado de amarillo. En la pared que quedaba frente a William alguien había
pintado un joven de tamaño mayor que el real, con piernas de pelele, ofreciendo
una inmensa margarita a una muchacha con un brazo muy corto y el otro muy largo
y delgado. Sobre las sillas y el sofá colgaban tiras de tela negra salpicadas
de grandes manchas similares a huevos rotos, y por todas partes había ceniceros
repletos de colillas. William se sentó en una de las butacas. Hoy en día,
cuando metía uno la mano por los costados del asiento, no encontraba una oveja
de tres patas, o una vaca a la que faltaba un cuerno, o una paloma del zoo en
miniatura, sino otro manoseado librito de poemas forrado con papel… Se acordó
entonces de los papeles que llevaba en el bolsillo, pero se sentía demasiado
hambriento y cansado para leer. La puerta estaba abierta, y hasta él llegaron
sonidos procedentes de la cocina. La servidumbre estaba parloteando como si no
hubiera nadie en la casa. De pronto oyó una sonora carcajada y un «¡Chist!» no
menos sonoro. Se habían acordado de su existencia. William se levantó, atravesó
el gran ventanal y salió al jardín. Permaneció inmóvil en la oscuridad, y al
rato oyó a los bañistas que subían por el camino de arena. Sus voces rompieron
la tranquilidad del momento:
-Creo que le toca a
Moira emplear sus artimañas.
Un trágico gemido
de Moira.
-Deberíamos tener
un tocadiscos para los fines de semana; así podríamos escuchar La doncella de las montañas.
-No, por favor, no
-exclamó Isabel-. No debemos hacerle eso a William. Sean amables con él, mes amis. Sólo va a estar aquí hasta
mañana por la tarde.
-Déjenlo en mis
manos -dijo Bobby Kane-. A mí se me da muy bien eso de entretener a la gente.
Se oyó el abrir y
cerrar de la cancela. William hizo un movimiento y ellos le vieron. «¿Qué tal,
William?» Y Bobby Kane, agitando la toalla en el aire, se puso a danzar y a
hacer piruetas por el agostado césped.
-¡Qué lástima que
no hayas venido, William! El agua estaba divina. Y después fuimos a un bar y
nos tomamos unas ginebras.
El grupo ya había
entrado en la casa. Bobby Kane se dirigió a Isabel:
-Oye, ¿te gustaría
que esta noche me pusiera mi traje estilo Nijinsky?
-No -repuso ella-.
Esta noche no se viste nadie. Todos estamos hambrientos. También William está
muerto de hambre. Vamos, mes amis,
empecemos con unas sardinas.
-¡Encontré las
sardinas! -gritó Moira, y salió corriendo de la cocina con una lata en lo alto.
Dennis sentenció
con gravedad.
-«La dama de la
lata de sardinas».
-Bien, bien. ¿Y qué
tal por Londres? -preguntó Bill Hunt mientras descorchaba una botella de
whisky.
-No ha cambiado
mucho -respondió William.
-El viejo Londres…
-comentó cordialmente Bobby, al tiempo que pinchaba una sardina.
Pero un momento
después William había caído en el olvido. Moira Morrison se preguntaba de qué
color eran realmente las piernas bajo el agua.
-Las mías son de un
color champiñón palidísimo.
Bill y Dennis
comieron vorazmente. Isabel rellenó los vasos, cambió los platos, fue a buscar
cerillas, todo ello sin dejar de sonreír. De pronto dijo:
-Me gustaría que lo
pintases, Bill.
-¿Pintar qué?
-preguntó Bill, con la boca llena de pan.
-A nosotros
alrededor de la mesa -contestó ella-. Resultaría fascinante dentro de veinte
años.
Bill alzó la vista
y masculló groseramente:
-La luz no es
buena. Demasiados amarillos -y siguió comiendo. Incluso esto pareció agradar a
Isabel.
Después de cenar
todos estaban tan cansados que no hicieron sino bostezar hasta que llegó la
hora de acostarse.
Sólo a la tarde
siguiente, cuando estaba esperando el taxi, se encontró William a solas con
Isabel. Al verle bajar con la maleta hasta la entrada, Isabel dejó al resto del
grupo y se acercó a él. Se agachó y levantó la maleta.
-¡Cuánto pesa!
-exclamó, y soltó una risita forzada-. Déjame que te la lleve hasta la verja.
-No. ¿Por qué ibas
a hacerlo? -dijo William-. No, déjamela a mí.
-Por favor, déjame.
De verdad que quiero llevarla.
Echaron a andar en
silencio. A William no se le ocurría nada que decir.
-¡Ya estamos!
-exclamó triunfalmente Isabel, dejando la maleta en el suelo y mirando con
impaciencia en dirección del camino de arena-. Apenas te he podido ver esta vez
-añadió casi sin aliento-. Resulta tan corto, ¿verdad? Es como si acabaras de
llegar. La próxima vez… -A lo lejos apareció el taxi-. Espero que te cuiden
bien en Londres. Siento muchísimo que los niños hayan estado fuera todo el día,
pero la señorita Neil ya lo tenía todo organizado. Te echarán de menos. ¡Mi
pobre William, tener que volver a Londres! -El taxi se detuvo ante la cancela-.
Adiós. -Le dio un fugaz beso y se metió en la casa.
A un lado y a otro,
campo, árboles y setos. Atravesaron la diminuta ciudad, que parecía desierta, y
subieron pesadamente por la empinada cuesta de la estación.
El tren ya estaba
en el andén. William se dirigió a un vagón de primera clase para fumadores y se
dejó caer en un rincón del compartimiento. Esta vez no sacó los papeles. Cruzó
los brazos sobre el pecho, oprimido de nuevo por aquella sensación de angustia,
y mentalmente empezó a escribir una carta a Isabel.
Estaban sentados en
el jardín de la casa. Se cobijaban del sol bajo toldos multicolores, y el único
que no ocupaba una de las tumbonas era Bobby Kane, que estaba echado en la
hierba a los pies de Isabel. Era un día sofocante, tedioso y pesado. El correo
se retrasaba, como de costumbre.
-¿Creen ustedes que
habrá lunes en el cielo? -preguntó infantilmente Bobby.
-El cielo será un
largo lunes -susurró Dennis.
Pero Isabel
permanecía abstraída, preguntándose dónde habría ido a parar lo que sobró del
salmón que tomaron para cenar el día anterior. Había pensado preparar pescado
con mayonesa para la comida y ahora resultaba…
Moira estaba
durmiendo. El sueño era su descubrimiento más reciente: «¡Resulta tan
maravilloso! Cierra uno los ojos y ya está. ¡Es tan delicioso!»
Cuando el viejo y
rubicundo cartero apareció empujando su triciclo por el camino de arena,
tuvieron la sensación de que el manillar era como un par de remos.
Bill Hunt dejó el
libro que estaba leyendo y exclamó con satisfacción: «Cartas». Todos esperaron
la llegada del cartero. Pero -¡oh, cruel mensajero!, ¡oh, perverso mundo!- tan
sólo había una carta, muy abultada, para Isabel. Ni un mal periódico.
-Y para colmo es de
William -comentó Isabel con tristeza.
-¿De William? ¿Tan
pronto?
-Te devuelve el
certificado de matrimonio como un dulce recordatorio.
-Pero ¿tiene todo
el mundo certificado de matrimonio? Yo creía que eso era sólo para los criados.
-¡Páginas y más
páginas! ¡Mírenla! «Dama leyendo una carta» -dijo Dennis.
Mi querida y bien amada Isabel… Y así páginas y páginas. A medida que iba leyendo, su
sorpresa se fue transformando en una sensación de sofoco. ¿Qué demonios habría
inducido a William a…? Era realmente extraordinario… ¿Qué le habría pasado
para…? Se sintió confundida, cada vez más agitada, incluso asustada. Era típico
de William. ¿O quizá no? De todos modos aquello resultaba absurdo, ridículo.
«Ja, ja, ja! ¡Dios mío!» ¿Qué haría? Se recostó en la tumbona y se echó a reír
hasta que ya no pudo parar.
-¡Dinos qué pasa!
-suplicaron los demás-. Tienes que decírnoslo.
-Estoy deseando
hacerlo -contestó Isabel medio ahogada. Se incorporó, recogió todas las hojas
de la carta y las blandió ante sus rostros.
-¡Escuchen! Es
genial. ¡Una carta de amor!
-¡Una carta de
amor! ¡Es divino!
Mi querida y bien amada Isabel… Pero apenas había comenzado a leer cuando sus risas
la interrumpieron.
-Adelante, Isabel.
Es maravilloso.
-¡Qué interesante!
Es fabuloso.
-Por favor, Isabel,
continúa.
No permita Dios, mi amor, que yo sea un impedimento
para tu felicidad.
«¡Oh! ¡Oh! ¡Oh!»
«¡Chist! ¡Chist!
¡Chist!»
E Isabel prosiguió.
Cuando llegó al final todos estaban medio histéricos. Bobby, a punto de romper
en sollozos, se revolcaba por la hierba.
-Tienes que
dejármela tal como está, completa, para mi nuevo libro -dijo Dennis con
firmeza-. Le dedicaré un capítulo entero.
-¡Oh, Isabel!
-gimió Moira-. ¡Qué bonita es esa parte en la que habla de tenerte en sus
brazos!
-Siempre creí que
esas cartas que se presentan en los casos de divorcios eran falsificadas. Pero
esta las eclipsa a todas…
-Déjame tenerla en
mis manos. Déjame leerla, mi bien -dijo Bobby Kane.
Pero ante la
sorpresa de todos, Isabel estrujó la carta. Ya no reía. Los miró uno por uno;
parecía agotada.
-No. Ahora no,
ahora no.
Y antes de que se
hubieran repuesto de la sorpresa, ya estaba dentro de la casa. Corrió escaleras
arriba hasta su dormitorio y se sentó en el borde de la cama. «¡Qué cosa tan
vil, odiosa, vulgar y repulsiva!», musitó. Se tapó los ojos con los nudillos,
pero los seguía viendo. No eran cuatro, sino cuarenta, riendo, gesticulando y
burlándose mientras ella les leía la carta de William. ¡Qué cosa tan repugnante
había hecho! ¿Cómo había sido capaz de semejante acción? No permita Dios, mi amor, que yo sea un
impedimento para tu felicidad. ¡William! Isabel hundió la cara en la
almohada. Pero tenía la sensación de que incluso aquel severo dormitorio
conocía su carácter: superficial, frívolo, vano…
Desde el jardín le
llegaron unas voces:
-Isabel, vamos a
bañarnos. ¡Vente!
-¡Ven, oh consorte de William!
-Llámenla otra vez
antes de irnos. Vuelvan a llamarla.
Isabel se
incorporó. Había llegado el momento, tenía que decidirse ahora. ¿Iría con ellos
o se quedaría para escribir a William? ¿Qué elegir? «Debo decidirme.» Pero
¿cómo podía dudarlo? Se quedaría y escribiría a William, por supuesto.
-Titania -gritó Moira.
-I-sa-bel.
No, era demasiado
difícil. «Iré; iré con ellos y escribiré a William después. En otro momento.
Ahora no. Le escribiré sin falta», pensó Isabel apresuradamente.
Y, con esa nueva
risa suya, bajó corriendo las escaleras.
FIN
Poesía
A un sueño
Varia imaginación que, en mil intentos,
A pesar gastas de tu triste dueño
La dulce munición del blando sueño,
Alimentando vanos pensamientos,
Pues traes los espíritus atentos
Sólo a representarme el grave ceño
Del rostro dulcemente zahareño
(Gloriosa suspensión de mis tormentos),
El sueño (autor de representaciones),
En su teatro, sobre el viento armado,
Sombras suele vestir de bulto bello.
Síguele; mostraráte el rostro amado,
Y engañarán un rato tus pasiones
Dos bienes, que serán dormir y vello.
A pesar gastas de tu triste dueño
La dulce munición del blando sueño,
Alimentando vanos pensamientos,
Pues traes los espíritus atentos
Sólo a representarme el grave ceño
Del rostro dulcemente zahareño
(Gloriosa suspensión de mis tormentos),
El sueño (autor de representaciones),
En su teatro, sobre el viento armado,
Sombras suele vestir de bulto bello.
Síguele; mostraráte el rostro amado,
Y engañarán un rato tus pasiones
Dos bienes, que serán dormir y vello.
Luís de Góngora y Argote
*****
Gentil dama muy
hermosa,
en quien tanta gracia cabe,
quien os hizo que os alabe,
que mi lengua ya ni osa
ni lo sabe.
Y pues nombre de hermosa
os puso como joyel,
¿quién osará sino Aquél
cuya mano poderosa
hizo a vos cual hizo a Él?
Compara que la rica febrería
quien la haze es quien la'smalta,
pues hermosura tan alta,
que la loe quien la cría
tan sin falta.
Y si alguno acá quisiere
pensar que quiere loaros,
vaya a veros, y si os viere,
cuando acabe de miraros
no sabrá sino adoraros.
Porque aunque haga la cara
en perfectión el pintor,
siempre tiene algún temor
que la hiziera, si mirara,
muy mejor.
Mas quién a vos os crió
no tiene temor d'aquesto,
porque en todo vuestro gesto
las figuras qu'Él pintó
gran gentileza les dio.
Fin Assí que hallo que Dios
y su Madre gloriosa
no criaron tan preciosa
hermosura como vos,
ni tan hermosa.
Y pues tanta perfectión
os dieron sin diferencia,
a vuestra gran excelencia
escrivo por conclusión:
«Dios haga vuestra canción.»
en quien tanta gracia cabe,
quien os hizo que os alabe,
que mi lengua ya ni osa
ni lo sabe.
Y pues nombre de hermosa
os puso como joyel,
¿quién osará sino Aquél
cuya mano poderosa
hizo a vos cual hizo a Él?
Compara que la rica febrería
quien la haze es quien la'smalta,
pues hermosura tan alta,
que la loe quien la cría
tan sin falta.
Y si alguno acá quisiere
pensar que quiere loaros,
vaya a veros, y si os viere,
cuando acabe de miraros
no sabrá sino adoraros.
Porque aunque haga la cara
en perfectión el pintor,
siempre tiene algún temor
que la hiziera, si mirara,
muy mejor.
Mas quién a vos os crió
no tiene temor d'aquesto,
porque en todo vuestro gesto
las figuras qu'Él pintó
gran gentileza les dio.
Fin Assí que hallo que Dios
y su Madre gloriosa
no criaron tan preciosa
hermosura como vos,
ni tan hermosa.
Y pues tanta perfectión
os dieron sin diferencia,
a vuestra gran excelencia
escrivo por conclusión:
«Dios haga vuestra canción.»
Manrique, Jorge
*****
Al ver vuestra belleza, oh amor mío,
de mis ojos dulcísimo sustento,
tan elevado está mi pensamiento
que conozco ya el cielo en vuestro brío.
Y tanto de la tierra me desvío
que nada estimo en vuestro acatamiento,
y absorto al contemplar vuestro portento
enmudezco, mi bien, y desvarío.
Mirándonos, Señora, me confundo,
pues todo el que contempla vuestro hechizo
decir no puede vuestras gracias bellas.
Porque hermosura tanta en vos ve el mundo
que no le asombra el ver que quien os hizo
es el autor del cielo y las estrellas.
de mis ojos dulcísimo sustento,
tan elevado está mi pensamiento
que conozco ya el cielo en vuestro brío.
Y tanto de la tierra me desvío
que nada estimo en vuestro acatamiento,
y absorto al contemplar vuestro portento
enmudezco, mi bien, y desvarío.
Mirándonos, Señora, me confundo,
pues todo el que contempla vuestro hechizo
decir no puede vuestras gracias bellas.
Porque hermosura tanta en vos ve el mundo
que no le asombra el ver que quien os hizo
es el autor del cielo y las estrellas.
Luís de Camões
*****
Es bajo tus
miradas donde nunca zozobro;
es bajo tus miradas tranquilas donde cobro
propiedades de agua; donde río, parlera,
cubriéndome de flores como la enredadera.
Es bajo tus miradas azules donde sobro
para el duelo; despierto sueños nuevos y obro
con tales esperanzas, que parece me hubiera
un deseo exquisito dictado Primavera:
Tener el alma fresca, limpia; ser como el lino
que es blanco y huele a hierbas. Poseer el divino
secreto de la risa; que la boca bermeja
persista hasta el silencio postrero, bella, fuerte,
¡y libe en la corola suprema de la Muerte
con su última abeja!
es bajo tus miradas tranquilas donde cobro
propiedades de agua; donde río, parlera,
cubriéndome de flores como la enredadera.
Es bajo tus miradas azules donde sobro
para el duelo; despierto sueños nuevos y obro
con tales esperanzas, que parece me hubiera
un deseo exquisito dictado Primavera:
Tener el alma fresca, limpia; ser como el lino
que es blanco y huele a hierbas. Poseer el divino
secreto de la risa; que la boca bermeja
persista hasta el silencio postrero, bella, fuerte,
¡y libe en la corola suprema de la Muerte
con su última abeja!
Storni, Alfonsina
*****
Ella daba dos pasos hacia adelante
Daba dos pasos hacia atrás
El primer paso decía buenos días señor
El segundo paso decía buenos días señora
Y los otros decían cómo está la familia
Hoy es un día hermoso como una paloma en el cielo
Ella llevaba una camisa ardiente
Ella tenía ojos de adormecedora de mares
Ella había escondido un sueño en un armario oscuro
Ella había encontrado un muerto en medio de su cabeza
Cuando ella llegaba dejaba una parte más hermosa muy lejos
Cuando ella se iba algo se formaba en el horizonte para esperarla
Sus miradas estaban heridas y sangraban sobre la colina
Tenía los senos abiertos y cantaba las tinieblas de su edad
Era hermosa como un cielo bajo una paloma
Tenía una boca de acero
Y una bandera mortal dibujada entre los labios
Reía como el mar que siente carbones en su vientre
Como el mar cuando la luna se mira ahogarse
Como el mar que ha mordido todas las playas
El mar que desborda y cae en el vacío en los tiempos
de abundancia
Cuando las estrellas arrullan sobre nuestras cabezas
Antes que el viento norte abra sus ojos
Era hermosa en sus horizontes de huesos
Con su camisa ardiente y sus miradas de árbol fatigado
Como el cielo a caballo sobre las palomas
Daba dos pasos hacia atrás
El primer paso decía buenos días señor
El segundo paso decía buenos días señora
Y los otros decían cómo está la familia
Hoy es un día hermoso como una paloma en el cielo
Ella llevaba una camisa ardiente
Ella tenía ojos de adormecedora de mares
Ella había escondido un sueño en un armario oscuro
Ella había encontrado un muerto en medio de su cabeza
Cuando ella llegaba dejaba una parte más hermosa muy lejos
Cuando ella se iba algo se formaba en el horizonte para esperarla
Sus miradas estaban heridas y sangraban sobre la colina
Tenía los senos abiertos y cantaba las tinieblas de su edad
Era hermosa como un cielo bajo una paloma
Tenía una boca de acero
Y una bandera mortal dibujada entre los labios
Reía como el mar que siente carbones en su vientre
Como el mar cuando la luna se mira ahogarse
Como el mar que ha mordido todas las playas
El mar que desborda y cae en el vacío en los tiempos
de abundancia
Cuando las estrellas arrullan sobre nuestras cabezas
Antes que el viento norte abra sus ojos
Era hermosa en sus horizontes de huesos
Con su camisa ardiente y sus miradas de árbol fatigado
Como el cielo a caballo sobre las palomas
Huidobro, Vicente
*****
Lo que siento
por ti es tan difícil.
No es de rosas abriéndose en el aire,
es de rosas abriéndose en el agua.
Lo que siento por ti. Esto que rueda
o se quiebra con tantos gestos tuyos
o que con tus palabras despedazas
y que luego incorporas en un gesto
y me invade en las horas amarillas
y me deja una dulce sed doblada.
Lo que siento por ti, tan doloroso
como pobre luz de las estrellas
que llega dolorida y fatigada.
Lo que siento por ti, y que sin embargo
anda tanto que a veces no te llega.
No es de rosas abriéndose en el aire,
es de rosas abriéndose en el agua.
Lo que siento por ti. Esto que rueda
o se quiebra con tantos gestos tuyos
o que con tus palabras despedazas
y que luego incorporas en un gesto
y me invade en las horas amarillas
y me deja una dulce sed doblada.
Lo que siento por ti, tan doloroso
como pobre luz de las estrellas
que llega dolorida y fatigada.
Lo que siento por ti, y que sin embargo
anda tanto que a veces no te llega.
Vilariño, Idea
*****
FAROS EN LA NOCHE
Intento seducirte en el pasado.
Las manos al volante y esta luz
de club nocturno del tablier me dejan
-fantasía invernal- bailar contigo.
Detrás de mí, igual que un gran camión,
el mañana hace ráfagas de luces.
No lo conduce nadie y me adelanta,
pero ahora tú y yo viajamos juntos
y el coche puede ser el dos caballos
de los años sesenta hacia París.
"Je ne regrette rien" canta Edith Piaf.
Bajo la ventanilla, entra la noche
fría de la autopista, y el pasado
se aproxima de cara, velozmente:
cruza y me ciega sin bajar las luces.
Las manos al volante y esta luz
de club nocturno del tablier me dejan
-fantasía invernal- bailar contigo.
Detrás de mí, igual que un gran camión,
el mañana hace ráfagas de luces.
No lo conduce nadie y me adelanta,
pero ahora tú y yo viajamos juntos
y el coche puede ser el dos caballos
de los años sesenta hacia París.
"Je ne regrette rien" canta Edith Piaf.
Bajo la ventanilla, entra la noche
fría de la autopista, y el pasado
se aproxima de cara, velozmente:
cruza y me ciega sin bajar las luces.
Margarit, Joan
*****
Aunque en vano...
Aunque en vano, quiere reducir a método racional el pesar de un celoso
¿Qué es esto, Alcino? ¿Cómo tu cordura
se deja así vencer de un mal celoso,
haciendo con extremos de furioso
demostraciones más que de locura?
¿En qué te ofendió Celia, si se apura?
¿O por qué al Amor culpas de engañoso,
si no aseguró nunca poderoso
la eterna posesión de su hermosura?
La posesión de cosas temporales,
temporal es, Alcino, y es abuso
el querer conservarlas siempre iguales.
Con que tu error o tu ignorancia acuso,
pues Fortuna y Amor, de cosas tales
la propiedad no han dado, sino el uso.
se deja así vencer de un mal celoso,
haciendo con extremos de furioso
demostraciones más que de locura?
¿En qué te ofendió Celia, si se apura?
¿O por qué al Amor culpas de engañoso,
si no aseguró nunca poderoso
la eterna posesión de su hermosura?
La posesión de cosas temporales,
temporal es, Alcino, y es abuso
el querer conservarlas siempre iguales.
Con que tu error o tu ignorancia acuso,
pues Fortuna y Amor, de cosas tales
la propiedad no han dado, sino el uso.
Sor Juana Inés de la Cruz
*****
Hay besos que
pronuncian por si solos
la sentencia de amor condenatoria,
hay besos que se dan con la mirada
hay besos que se dan con la memoria.
Hay besos silenciosos, besos nobles
hay besos enigmáticos, sinceros
hay besos que se dan solo las almas
hay besos por prohibidos, verdaderos.
Hay besos que calcinan y que hieren,
hay besos que arrebatan los sentidos,
hay besos misteriosos que han dejado
mil sueños errantes y perdidos.
Hay besos problemáticos que encierran
una clave que nadie a descifrado,
hay besos que engendran la tragedia
cuantas rosas en broche han deshojado.
Hay besos perfumados, besos tibios
que palpitan en íntimos anhelos,
hay besos que en los labios dejan huellas
como un campo de sol entre dos hielos.
Hay besos que parecen azucenas
por sublimes, ingenuos y por puros,
hay besos traicioneros y cobardes,
hay besos maldecidos y perjuros.
Judas besa a Jesús y deja impresa
en su rostro de Dios, la felonía,
mientras la Magdalena con sus besos
fortifica piadosa su agonía.
Desde entonces en los besos palpita
el amor, la traición y los dolores,
en las bodas humanas se parecen
a la brisa que juega con las flores.
Hay besos que producen desvaríos
de amorosa pasión ardiente y loca,
tu los conoces bien son besos míos
inventados por mi, para tu boca.
Besos de llama que en rastro impreso
llevan los surcos de un amor vedado,
besos de tempestad, salvajes besos
que solo nuestros labios han probado.
¿Te acuerdas del primero...? indefinible;
cubrió tu faz de cárdenos sonrojos
y en los espasmos de emoción terrible,
llenáronse de lágrimas tus ojos.
Te acuerdas que una tarde en loco exceso
te vi celoso imaginando agravios.
te suspendí en mis brazos... vibró un beso,
y que viste después...? Sangre en mis labios.
Yo te enseñé a besar: los besos fríos
son de impasible corazón de roca,
yo te enseñé a besar con besos míos
inventados por mí, para tu boca.
la sentencia de amor condenatoria,
hay besos que se dan con la mirada
hay besos que se dan con la memoria.
Hay besos silenciosos, besos nobles
hay besos enigmáticos, sinceros
hay besos que se dan solo las almas
hay besos por prohibidos, verdaderos.
Hay besos que calcinan y que hieren,
hay besos que arrebatan los sentidos,
hay besos misteriosos que han dejado
mil sueños errantes y perdidos.
Hay besos problemáticos que encierran
una clave que nadie a descifrado,
hay besos que engendran la tragedia
cuantas rosas en broche han deshojado.
Hay besos perfumados, besos tibios
que palpitan en íntimos anhelos,
hay besos que en los labios dejan huellas
como un campo de sol entre dos hielos.
Hay besos que parecen azucenas
por sublimes, ingenuos y por puros,
hay besos traicioneros y cobardes,
hay besos maldecidos y perjuros.
Judas besa a Jesús y deja impresa
en su rostro de Dios, la felonía,
mientras la Magdalena con sus besos
fortifica piadosa su agonía.
Desde entonces en los besos palpita
el amor, la traición y los dolores,
en las bodas humanas se parecen
a la brisa que juega con las flores.
Hay besos que producen desvaríos
de amorosa pasión ardiente y loca,
tu los conoces bien son besos míos
inventados por mi, para tu boca.
Besos de llama que en rastro impreso
llevan los surcos de un amor vedado,
besos de tempestad, salvajes besos
que solo nuestros labios han probado.
¿Te acuerdas del primero...? indefinible;
cubrió tu faz de cárdenos sonrojos
y en los espasmos de emoción terrible,
llenáronse de lágrimas tus ojos.
Te acuerdas que una tarde en loco exceso
te vi celoso imaginando agravios.
te suspendí en mis brazos... vibró un beso,
y que viste después...? Sangre en mis labios.
Yo te enseñé a besar: los besos fríos
son de impasible corazón de roca,
yo te enseñé a besar con besos míos
inventados por mí, para tu boca.
Mistral, Gabriela
*****
Penétrame…
Tan profunda
que haga explotar esta
Mina de deseos comprimidos.
Que me haga brotar espumas
De placer. Esa que has
Aspirado con tu boca,
Que es uno de mis mayores goces,
Cuando disfruto de ella creo estar
Comiendo una que otra fruta
En el edén de mi jardín.
En esta penetración
Iré hasta tu abismo,
Luego de tú haber explorado el mío,
Tomaré el más bello de los corales
Con el color propio de una preñada
Noche de locura y pasión.
Mina de deseos comprimidos.
Que me haga brotar espumas
De placer. Esa que has
Aspirado con tu boca,
Que es uno de mis mayores goces,
Cuando disfruto de ella creo estar
Comiendo una que otra fruta
En el edén de mi jardín.
En esta penetración
Iré hasta tu abismo,
Luego de tú haber explorado el mío,
Tomaré el más bello de los corales
Con el color propio de una preñada
Noche de locura y pasión.
Carmen Parra
*****
Cumbres de Guadarrama y de Fuenfría,
Columnas de la tierra castellana,
Que, por las nieves y los hielos, cana,
La frente alzáis con altivez sombría:
Campos desnudos como el alma mía,
Que ni la flor ni el árbol engalana:
Ceñudos al nacer de la mañana,
Ceñudos al morir el breve día.
Al fin os vuelvo a ver tras larga era:
Os vuelvo a ver con el latido interno
Del patrio amor que vivo persevera.
Para mí y para vos llegó el invierno:
Pa vos tornará la primavera,
Mas mi invierno ¡ay de mí! será ya eterno.
Gabriel García Tassara
*****
![]() |
Amapolas - Mary Carmen Vidondo http://pinceladadulce.blogspot.com.es/ |
Dulce es tu amor, oscuro es su
designio,
andan las nubes en la noche llena
por el camino del agua serena
trazando estelas hacía el ingenio.
Y donde nace el saber primigenio
te vieron, los ojos del cielo,
plena,
retozando en el seso la condena
y en el pecho la sinrazón del
genio.
Asomaron al ocaso las sombras
trazando estelas en la oscura tierra
siguiendo los pasos confinados
sobre sí mismos y andar por las
sobras
secas de los pétalos de la espera
codiciando el encontrarles
borrados.
Miguel Ángel S. L.
Lugares
La España pintoresca y legendaria
sería mucho mejor conocida de lo que es –por los españoles, se entiende– si
tuviéramos mejores caminos y vías de comunicación, o si fuésemos más
entusiastas y menos comodones. Entre nosotros, el amor a la hermosura y a la
tradición no ha llegado aún a formas de piedad. Y así, cuando hace aún pocos
días marchaba yo con dos amigos a visitar el célebre monasterio de Guadalupe,
las gentes sencillas de aquellas tierras no se explicaban las molestias que
soportábamos sino atribuyéndolo a que lo hiciésemos por promesa o votos
religiosos.
Y es realmente penoso
el viaje a no ir en automóvil –se puede llegar por carretera hasta el mismo
monasterio–.
Desde Oropesa,
pasando por el Puente del Arzobispo, unas diez horas de coche hasta el puerto
de San Vicente, lindero entre las provincias de Toledo y Cáceres, y de allí
bajamos en carro a Guadalupe, a través de unas montañas bravías y fragosas.
Entonaban el
corazón aquellas vastas verdes soledades tendidas al pie de la sierra. En la
garganta de la Peña Amarilla cerníanse, trazando lentas espirales, dos águilas.
Luego las mil vueltas y revueltas de la carretera, entre frondosidades de
árboles, y al fin se nos abrió a la vista la mole ingente del monasterio,
rodeado por el pueblo.
Dice fray José
de Sigüenza en el capítulo XVII del libro I de su Historia de la Orden de San
Jerónimo: «Entre las dos riberas del Guadiana y Tajo, ríos conocidos en España,
celebrados de los antiguos escritores naturales y extranjeros, se hacen unas
montañas fragosas, inhabitables en muchas partes por su aspereza, en otras de
mucha frescura y regalo, muchos valles que descienden al profundo, sierras que
suben al cielo, llamadas de los comarcanos Villuercas. De la una parte y de la
otra apacientan los ganados los pastores extremeños, cuando en medio
del estío quedan abrasadas las dehesas, ansí por parte del norte, que mira al
Tajo, como por la del mediodía, que riega Guadiana». Y pasa luego el minucioso
y castizo Sigüenza a contarnos la leyenda de cómo apareció a un pastor que
perseguía a una vaca la imagen que unos clérigos devotos de la ciudad de
Sevilla, huyendo de la furia de los moros que se enseñoreaban de España,
ocultaron en un sepulcro de mármol en las fragosidades de Guadalupe, imagen que
decían ser la que el papa san Gregorio Magno envió a su amigo san Leandro,
arzobispo de Sevilla, e imagen que cierta vulgar creencia supone esculpida nada
menos que por san Lucas Evangelista.
Creencia que
fray Esteban Ginés Ovejero, de la Orden de Predicadores, en su folleto Guadalupe –impreso en Tortosa, con
licencia eclesiástica, en 1905– trata de destruir, haciéndonos saber que san
Lucas no fue sino médico y evangelista y no pintor ni escultor; «cosa que no
hubiera callado san Pablo cuando nos dijo que era médico; y mucho menos los
Padres y Concilios que escribieron contra los iconoclastas, como un argumento
fortísimo».
¡Cuán lejos
estaba yo de estas entre eruditas y piadosas elucubraciones cuando surgió a mis
ojos, tras largo y penoso viaje, la fábrica del famoso monasterio! ¡Con qué
ojos lo mirarían aquellos esforzados extremeños que al volver de las Indias
Occidentales, del Nuevo Mundo, emprendían su devota peregrinación al santuario,
enriquecido con despojos de la Conquista!
Allí se alzaba,
carcomidos por los siglos sus muros de mampostería, severo y señorial, sobre
fondo de verdura. Su exterior tiene, ciertamente, poco que admirar como obra
arquitectónica; es la posición y el lugar lo que le da realce.
El pueblo de
Guadalupe, que rodea y abraza al monasterio, es uno de esos típicos pueblos
serranos llenos de encanto y de frescura. Sus soportales, su fuente, sus calles
con entrantes y salientes y voladizos balcones de madera,
sus
casas señoriales, su sello, en fin, de reposadero.

El monasterio,
hoy muy deteriorado, ofrece aún al visitante su magnífica iglesia, con una de las
más hermosas verjas de hierro forjado que puedan verse, sus dos claustros, su
relicario, su sacristía. En uno de los dos claustros, mudéjar, con muy
pintoresco templete en el centro, sentí una vez más la tentación que en
parecidos sitios me asalta: la de abandonar estas luchas y trabajos en que
estoy metido y darme a ver pasar la vida en meditación y en sosiego. Pero...
Al otro
claustro, medio arruinado, le llaman allí el Convento de las garrapatas –es
decir, de las arañas y no de las garrapatas propiamente tales–, y lo ocupan
hasta cuarenta familias pobres y no nada limpias, que crían sus chiquillos
donde los reverendos frailes jerónimos durmieron sus siestas.
El monasterio
era riquísimo, y de esta riqueza quedan aún vestigios y restos. Tan ricos eran
los jerónimos, que después de enseñar al visitante una opulenta capa, cuajada
de oro y pedrería, que regaló a la Virgen el rey Felipe II, se le enseña otra
más opulenta aún y preciosa, que le regaló la Orden para achicar al rey. Y nos
mostraron capas, casullas, frontales, unos de subido valor artístico, pero los
más de mayor precio material que estético. Mejor aún, para mi gusto, es la
magnífica colección de libros de coro –tal vez la mejor de España– con
iniciales iluminadas y graciosísimas viñetas.
Pero la joya
del monasterio, lo que ello solo merece todas las penalidades del viaje, lo que
ha de hacer de Guadalupe lugar de peregrinación de los amantes del arte, es la
soberbia colección de cuadros de Zurbarán, que en su sacristía se guardan.
Hay que ir allá
para conocer a nuestro gran pintor extremeño. Diez grandes cuadros, de más de
cuatro varas de alto por tres de ancho algunos, unos algo menor, y varias
tablas pequeñitas.
Los ocho que
cubren las paredes del cuerpo de la sacristía representan a personajes de la
Orden. ¡Qué figura la de aquel venerable
padre Andrés de Salmerón, de rodillas, con las manos juntas, mientras Cristo le
pone una mano sobre la cabeza! Allí llega al colmo la genuina sobriedad de la
pintura clásica española. Y el Enrique III que pone el capelo arzobisPal al
venerable padre Fernando Yáñez de Figueroa, aquella figura trazada con el
mínimo de líneas y de colores, nada tiene que envidiar a las figuras de
Velázquez. Encima del altar de la sacristía se ve la llamada Perla de Zurbarán:
un san Jerónimo que, llevando nuestra mirada tras de la suya, nos abre
perspectivas celestiales.

Hermosísimo es,
sin duda, cuanto el arte humano puede aún ofrecernos en Guadalupe; mas es más
hermoso aún lo que allí la naturaleza nos ofrece. Subimos a Mirabel,
dependencia del monasterio, y bajamos de allí por medio de uno de los más
espesos y más frondosos bosques de que en mi vida he gozado. Jamás vi castaños
más gigantescos y más tupidos.
Y nogales,
álamos, alcornoques, robles, quejigos, encinas, fresnos, almendros, alisos
junto al regato, y todo ello embalsamado por el olor de perfumadas matas.
Desde el alto
de Mirabel, tendido al pie de la Cruz del Mentidero, contemplaba las líneas de
las sierras de los montes de Toledo, como series de bambalinas de un diurno
teatro, y a un lado la llanada de Cáceres encendida por el sol. De todas partes
afluía paz de vida. Y allí, en aquel repliegue que hacen las montañas, al pie
de las enhiestas y desnudas Villuercas, en aquel espeso castañar, ahora en
candela, ¡qué bien se descansará, luego de haber merecido el descanso con una
vida de combates, esperando a una muerte dulce y natural en el seno de la
naturaleza!
Y procuraba
hartarme de visión de campo, llenar el alma de su verdura secular, como procura
henchirse el pecho de aire el que va a hundirse por algún tiempo en el seno de
las aguas. ¡Cuántos cuidados se me lavaron en aquella visión de verdura!
La verdad es
que aquellos reverendos padres jerónimos entendieron bien la vida, tal vez por
haberla mirado a través de la muerte. Allí en aquel retiro atesoraron arte,
riqueza y poderío. El prior de Guadalupe intentó unir el río Rueca, que pasa
por Cañamero, con el Guadalupejo, que corre al pie del monasterio; y como no
hubiese podido lograrlo, decían los de Cañamero muy orondos que su río había
sido más poderoso que el poderosísimo prior. Y es que los ríos pueden más que
los reyes y las órdenes religiosas. Bien dice el dicho decidero: «al cabo de
años mil vuelve el agua a su cubil».
Dejo por
contaros mucho de lo que en Guadalupe vi; pero es que he querido dar aquí, más
que una reseña, una impresión de viajero. Y así nada digo de los cuadros de
Jordán, y de Carducho, la escultura del Torrigiano, los órganos, el recuerdo de
la reunión del Concejo de la Mesta, los sepulcros, etc., etc.
Emprendí esta
peregrinación artística apenas terminé mi curso universitario, con la triste
impresión que dejan siempre unos exámenes, buscando unos días de reposo y de
baño en naturaleza para poder volver con renovadas fuerzas a dar vueltas a la
roca sisifeana que me cupo en suerte.
Y hoy llevo, en
el relicario de mis recuerdos, un recuerdo más, un recuerdo perfumado y fresco,
el de la bravía verdura de Guadalupe, resguardada del mundo mundanal por
severas crestas sobre las cuales trazan las águilas sus aéreas espirales.
Es una lástima
que la ramplonería de la rutina española lleve a tantas gentes a pueblecillos
banales, de una lindeza de cromo que encanta a los merceros enriquecidos, y
haga les asuste pasar incomodidades para ir a gozar de visiones que están fuera
del tiempo.
Poesía Japonesa
***
Una mujer
lavando patatas;
si Saigyoo estuviera
compondría un waka
si Saigyoo estuviera
compondría un waka
***
Soy un
hombre
que come su arroz
ante la flor de asagao
que come su arroz
ante la flor de asagao
***
Este camino
ya nadie lo recorre
salvo el crepúsculo.
ya nadie lo recorre
salvo el crepúsculo.
***
Expuesto a la
intemperie y resignado,
el frío...
¡cómo corta
mi cuerpo!
mi cuerpo!
***
Sobre la rama
seca
un cuervo se ha posado;
tarde de otoño.
un cuervo se ha posado;
tarde de otoño.
***
A la
intemperie,
se va infiltrando el viento
hasta mi alma
se va infiltrando el viento
hasta mi alma
***
Todo en calma.
Penetra en las rocas
la voz de la cigarra.
Penetra en las rocas
la voz de la cigarra.
***
La primavera
pasa;
lloran las aves
y son lágrimas los ojos de los peces.
lloran las aves
y son lágrimas los ojos de los peces.
***
Aroma del
ciruelo,
de repente el sol sale.
Senda del monte
de repente el sol sale.
Senda del monte
***
Luna de agosto.
Hasta el portón irrumpe
la marejada.
Hasta el portón irrumpe
la marejada.
***
Habiendo
enfermado en el camino,
mis sueños merodean
por páramos yermos.
mis sueños merodean
por páramos yermos.
***
Me llamarán "El caminante".
Primer chubasco
Primer chubasco
***
Hoy el rocío
borrará la divisa
de mi sombrero.
borrará la divisa
de mi sombrero.
***
¡Débiles son
mis piernas!
pero está
en flor
el monte Yoshino
el monte Yoshino
***
Se oscurece el
mar.
Las voces de los patos
son vagamente blancas.
Las voces de los patos
son vagamente blancas.
***
Bajo un mismo
techo
durmieron las cortesanas,
la luna y el trébol.
durmieron las cortesanas,
la luna y el trébol.
***
Luna de agosto.
Hasta el portón irrumpe
la marejada.
Hasta el portón irrumpe
la marejada.
***
Como
recuerdo,
a una amapola
deja sus alas la mariposa
a una amapola
deja sus alas la mariposa
***
Olor a
crisantemos.
Y en Nara, viejas
imágenes del Buda.
Y en Nara, viejas
imágenes del Buda.
***
En verano,
las montañas y el jardín
se van adentrando
hasta mi habitación
las montañas y el jardín
se van adentrando
hasta mi habitación
***
Plenilunio de
otoño;
paseo en torno al estanque
toda la noche.
paseo en torno al estanque
toda la noche.
***
Los crisantemos
se incorporan, etéreos,
tras el chubasco.
se incorporan, etéreos,
tras el chubasco.
***
Visión en
sombras.
Llora una anciana sola,
la luna como amiga.
Llora una anciana sola,
la luna como amiga.
Noticias
Ángel González: El otro lado
José Hierro y el retorno de la poesía
Escritores que renunciarón a su identidad
Diario de un jubilado en Nueva York
Una vida robada
Premio Caballero Bonald
*+*+*+*+*+*
+*+*+*
Ángel González: El otro lado
José Hierro y el retorno de la poesía
Escritores que renunciarón a su identidad
Diario de un jubilado en Nueva York
Una vida robada
Premio Caballero Bonald
+*+*+*
*+*
Elaboración y
contenido
Mary Carmen Vidondo
Miguel Ángel S. L.
*+*
Edición y formato
@ Miguel Ángel S. L. (Ángel Saguar)
octubre 2016
Hola como cada mes es muy buen trabajo llevado con esmero y calidad , gracias por ser y estar ofreciendo la oportunidad de descubrir la poesia, un abrazo con afecto y felicidades a los creadores, Francis ...
ResponderEliminarOs felicito por vuestro trabajo, por la tan buena idea de unir "pasado y ahora" de forma tan especial y elegante en este Nº Quince.
ResponderEliminar...A cada Soneto...su flor en óleo perfecta."
Preciosa quedó la revista.
Un abrazo.